Entre las religiones animistas, las montañas suelen ocupar un lugar destacado. Las sociedades amazighen norteafricanas atribuyeron a ciertas montañas un carácter sagrado. En toda lógica, lo mismo ocurrió con las poblaciones amazighen de Canarias. Es posible que esta sacralización de los espacios de montaña se debiera a que su elevación hacia los cielos los convirtiera en el lugar más adecuado desde el que acercarse a la que se consideraba como morada de lo sagrado, para, desde allí, solicitar protección y auxilio.
Las zonas elevadas están saturadas de fuerzas sagradas y la altura, lo superior, es asimilada a lo trascendente, a lo sobrehumano. Los valores simbólicos y religiosos de las montañas son muy diversos, siendo consideradas por ello como el punto de unión del cielo y la tierra y, por tanto, como el axis mundi, la concepción de que la bóveda celeste se hallaba sostenida por un pilar como soporte de las dos realidades físicas –el cielo y la tierra- y, por extensión, de los dos mundos, el superior y el inferior, en los que se ubicaban los espíritus benefactores y también los seres malignos.
La existencia en Gran Canaria de santuarios de montaña y los ritos con ellos relacionados están bien documentados en los textos narrativos producidos en el marco de la expansión colonial europea, y a la arqueología.
No es casual pues que el Paisaje Cultural acoja la mayor cantidad y los mejores ejemplos existentes en Gran Canaria de grabados rupestres de triángulos con el vértice superior invertido y cúpulas y cazoletas horadadas en suelos y paredes.
Estas manifestaciones culturales han sido histórica y antropológicamente interpretadas como elementos vinculados a creencias y cultos en torno a la fertilidad humana y ecológica, propiciatorios de la regeneración de cuantos recursos son necesarios para la existencia en sociedades agropastoriles; todo ello teniendo como elemento iconográfico principal al triángulo púbico femenino esquematizado, con o sin representación de la vulva, símbolo casi universal de la fertilidad.